El tiempo está en boca de todes y en consciencia de nadie.
No dejamos de nombrarlo embriagándonos de frases que, aunque intentan que le
demos el valor que se merece, acaban recopilando multitud de contradicciones
sobre este efímero término que nos entregan con la vida, tiempo.
El tiempo vuela, como si de un pájaro libre se tratase y
nosotres debiéramos de engatusarlo para que se quede un rato.
El tiempo es oro, como si pudiéramos capitalizarlo y usarlo
como moneda, que de hecho, lo hacemos.
No tengo tiempo, como si se dejara poseer y guardar en los
bolsillos.
Nunca llego a tiempo, como si solo hubiera un momento para
cada cosa y caducaran los instantes.
Cuánto tiempo sin verte, como si fuera él quien corre y nos
impide estar dónde o con quien queremos.
Y de entre tantas frases, me quedo con una, el tiempo es una percepción.
Dice Boris Cyrulnik que es necesario “ralentizar y
divertirse para aprender el arte de vivir”. Cuando perdemos el sentido del tiempo,
apagamos los relojes internos y nos sentimos desaparecer, llega la
presencia y por añadidura la vida. La atención está en el cuadro que pinto, los
ojos que miro, las teclas que golpeo, el cuerpo que toco, la música que escucho,
la película que veo… Apago la multitarea, estoy aquí y ahora, y lo sazono disfrutando
de esto que he decidido vivir.
Tenemos 86.400 segundos cada día y solo necesitamos uno para
tomar la decisión de empezar a hacer algo distinto, por ejemplo, disfrutar.
Esperamos que corra la semana para poder disfrutar el fin de semana, los meses para que
lleguen las vacaciones, los años para que llegue la madurez… y de pronto se nos
pasó la vida esperando a que viniera la alegría a visitarnos mientras la llevábamos
sentada en el hombro esperando a ser usada.
Rompe los relojes, vive cada día un rato de vacaciones, saborea
cada minuto, sé tú quien domina el tiempo y déjalo fugarse cuando el alma
sonría, porque ahí, es donde sucede la vida.