La verdad es que la muerte de Nelson Mandela el día cinco de diciembre de 2013 me cogió un poco descolocado. Cuando se pronuncia el nombre de este gran personaje que ha pasado a la historia, aunque de pies juntillas y casi en el anonimato, a más de uno se le encoge el corazón.
Este luchador de 95 años no ha sido un cantante, actor o deportista. Estoy seguro de que una gran mayoría desconoce las hazañas de este rebelde que fue el azote de la supremacía durante muchos años.
Mi hijo, que en ese fatídico 5 de diciembre de 2013 tenía 12 años, por ejemplo, sólo sabía que Mandela había estado en prisión casi 30 años y que había sido el protagonista de una película donde se hablaba de rugby. Y es que la actualidad pública tampoco ha ayudado a conocer en profundidad a este amante de la convivencia y los mismos derechos entre blancos y negros. Dio media vida para ello, y sólo ha conseguido unos minutos de gloria en los telediarios y que pongan en la pequeña pantalla «Invictus».
Sí, lo afirmo. El fallecimiento de Sara Montiel, el ingreso en un centro de desintoxicación del hijo de Ortega Cano o las adicciones de Belén Esteban ha n llenado páginas y páginas de la prensa rosa. Mandela, sin embargo, ha dejado un legado. A él no le hace falta páginas de revista, ni minutos en un programa de televisión. Quedarán para siempre sus citas: «Los soldados de la paz saben que el mundo se está elevando por encima del odio y el conflicto racial». Es, sin duda, una de sus frases favoritas.
También mucha gente desconocía por qué en la tele, el día de su muerte, aparecía en la parte superior de la pantalla lo siguiente: «Mandela, 46664». Mi hijo, de nuevo, me preguntó: ¿Papá, qué significa esa cifra?. Todo sea dicho que me pilló descolocado. Sabía que tenía que ver con su estancia en prisión. Y así es. Mandela, padre de 13 hijos de cuatro esposas, se convirtió, con el número 466/64, en el preso más famoso de la historia.
¿Y por qué tantos años de cárcel? Pues por tratar que blancos y negros pudieran compartir mesa y mantel, que convivieran ambas razas en una ciudad sin peligro a que unos pisaran las calles de otros o fueran separados a la hora de desplazarse, bien fuera por tierra, por aire o por mar.
Mandela luchó por la aniquilación del Apartheid con la ayuda de algunos valientes blancos. Ese fue su mayor mérito. Convencer, estando preso, a los carceleros que no tenían su mismo color de piel, que había que tumbar una ley que fue calificada por la mismísima ONU de criminal.
Durante su larga estancia entre rejas, el gobierno blanco, separatista, racista y lleno de supremacía, pensó que Nelson Rolihlahla Mandela, criado en una choza e hijo de un hombre luchador, quedaría vencido y silenciado. Pero se equivocaron. Es más, su propia patria, en manos de iracundos, pensó en asesinarlo. Mandela, mientras tanto, aguantaba la disciplina carcelaria estudiando derecho, lo que le ayudó para que éste comenzara a que el gobierno se fuera quitando la venda de los ojos hasta que se produjera un rayo de esperanza.
Se ganó al que era ministro de prisiones, Kobie Coetsee, y este último fue una pieza clave para que, una vez Mandela fuera puesto en libertad, ocupara la presidencia de Sudáfrica, sustituyendo a Botha y al represor De Klerk. En 1990 Mandela provocó un cambio a nivel mundial. Muchos blancos que defendían la unificación de razas y colores respiraron cuando este luchador se convirtió en el padre de la nueva África y un ejemplo a seguir en todo el mundo.
Ese fue Mandela, y no Morgan Freeman en su papel en la famosa película. Ese fue Mandela, respetuoso como su padre, trabajador como el regente de su tribu, luchador como uno de sus mejores amigos y resistente con su paso por la cárcel. «Son los cambios que hemos provocado en las vidas de los demás lo que determina el significado de la nuestra».