En el pensamiento crítico
posmoderno se extendieron hace unas décadas dos conceptos que
servían para explicar las consecuencias del modelo capitalista sobre
la realidad social y cultural: “disneyzación” y
“mcdonalización”. Los sistemas productivos de algunas
multinacionales, con los procesos de construcción simbólica e
ideológica de sus marcas, trascendían el ámbito estrictamente
económico y comercial para influir de manera decisiva en otras
facetas esenciales de la vida de las personas.
El simulacro de “un
mundo ideal”, como resaltaba la letra de una de las pegadizas
canciones del imperio estadounidense del ocio y la animación, ha
confirmado la supremacía de la estética frente a la ética, de la
banalización emocional, de la ocultación de la realidad menos
complaciente y de la consolidación de una felicidad rentable y
consumible. Sin darnos cuenta, asumimos los principios imperantes de
un reino de fantasía sin atisbo de réplica contestataria, con la
pretendida recompensa de que el entretenimiento sanará durante un
fugaz instante las disfunciones de un sistema enfermizo. O al menos,
eso nos hacen creer.
La mercantilización
serializada de la comida convertida en experiencia gratificante bajo
una estructura laboral precaria pero eficiente, de precios baratos
pero de elevados costes para la salud, sabrosa pero de materias
primas de dudosa calidad, triunfó en los años ochenta y noventa. La
inmediatez del “fast food” era la perfecta metáfora que
representaba el ritmo vertiginoso de una sociedad inconsciente en
busca del éxito rápido. Un éxito que, paradójicamente, nos hacía
sentir cada vez más insatisfechos y frustrados.
Pasado
el tiempo, y con razón, no dejan de proliferar y crecer los
movimientos sociales que cuestionan de manera contundente los
fundamentos del capitalismo más voraz. Sin embargo, el marketing
político se ha encargado de integrar, casi de soslayo, el estilo
creativo y los códigos comunicativos de la publicidad comercial en
la propaganda política. De manera que “la república independiente
de tu casa” ha dejado de ser un efectivo y efectista eslogan para
vender muebles, y se ha transformado en un ideario de la izquierda
para vender una propuesta de gestión de lo público.
El programa electoral de
Podemos en forma de catálogo de Ikea ha generado confusión,
entendiendo por confusión la fusión, la mezcla de la
descontextualización y la imitación. Descontextualización porque
nunca se había presentado este formato gráfico en una contienda
política. Imitación porque el referente ya estaba fijado en la
esfera mercantil. La originalidad, en este caso, no ha consistido en
crear algo nuevo, sino en aprovechar la analogía para innovar en el
mensaje y captar la atención de los destinatarios.
Pero más allá del
aspecto formal, está el contenido. Los debates y opiniones en torno
a este tema se han ceñido a la apariencia sin analizar el fondo.
Quizá esa era la intención estratégica de sus promotores para
evitar hablar de discursos sesudos que generasen potenciales
rechazos, transmitiendo una imagen de modernidad desideologizada, de
nueva política, de candidez y calidez, de simplificación estilosa
muy comprensible para una juventud que sabe qué valores corporativos
identifican a la multinacional sueca, pero no tiene ni idea de qué
es eso del socialismo o la socialdemocracia.
Los recientes resultados
electorales de la izquierda española, en su más amplio espectro,
evidencian un complejo laberinto que se parece a una gran superficie
de Ikea. ¿Sabrán encontrar la salida?