Voy a ser directo: Me declaro antifascista. Le tengo mucho asco y aprensión a la ideología fascista y tengo mis motivos. Por supuesto que los tengo; estudiar Historia tiene esas cosas ya que me lleva no solamente a conocer hechos históricos sino también a reflexionar sobre ellos y escudriñar qué legado han dejado en el presente. Y he aquí el motivo de mi escrito.
Hace ya casi 100 años, el Fascismo puesto en práctica por los nazis en Alemania, Mussolini en Italia, Franco en España y Stalin en la Unión Soviética descansaba en la idea de un Estado todopoderoso en el que las personas servirían a su país en tanto que súbditos fieles y sumisos. Ser buenos súbditos era la aspiración máxima a alcanzar. Así escribía el propio Benito Mussolini: “(…) el sistema de vida fascista pone de relieve la importancia del Estado y reconoce al individuo sólo en la medida en que sus intereses coinciden con los del Estado. (…). La concepción fascista del Estado lo abarca todo; fuera de él no pueden existir, y menos aún valer, valores humanos y espirituales. Entendido de esta manera, el fascismo es totalitarismo, y el Estado fascista, como síntesis y unidad que incluye todos los valores, interpreta, desarrolla y otorga poder adicional a la vida entera de un pueblo (…)”.
En un país fascista, la individualidad quedaba al margen; en otras palabras, los proyectos vitales de cada quien, lo que se debía pensar o no, la conciencia personal, en suma, no contaban nada.
Por si lo que acabo de explicar no es suficiente para odiar el Fascismo, añado otro dato relacionado con sus dirigentes –todos hombres, por cierto-. Eran ellos los que marcaban muy claramente la línea entre quienes debían ser parte del Estado, pudiendo vivir en la Nación por la que trabajaban y quienes no, por ser considerados “anormalidades sociales” –es decir, gente de religión judía, de ideología de izquierda, personas cristianas rebeldes, gente con Síndrome Down y un largo y triste etcétera-. Los medios de comunicación y el sistema educativo se encargaron de que esta división fuera creída y obedecida en un impresionante proceso de lavado de cerebro general.La consecuencia fue –es de sobra conocida- el exterminio de estas anormalidades por no tener cabida en las naciones fascistas.
Costó mucha sangre terminar con la barbarie fascista como Estado dirigente. Ahora bien: el fascismo sigue vigente y sus tentáculos, amenazantes. Al igual que diariamente convivimos con enfermedades, también lo hacemos con el fascismo y contra los dos hay que luchar en beneficio de la libertad y progreso del ser humano; de hecho, bien metidos en el siglo XXI, el virus fascista sigue provocando mucho dolor humano. Michael J. Thornton lo dejó muy claro cuando escribió: “La esencia del nazismo subyace en todo país o institución en la que los hombres retienen un poder arbitrario, en el que los individuos son hechos prisioneros sin juicio previo o la policía maltrata a los que arresta”.
A estas palabras, yo, humildemente, añadiría otros ámbitos donde el fascismo tiene su actuación en pleno siglo XXI; por ejemplo, cuando un grupo de hombres decide acudir a las fiestas de una ciudad no a compartir la alegría de la gente sino a tener sexo con, al menos, una mujer, quiera o no quiera ella, básicamente porque no se tiene intención de hablarlo con antelación. Esto es fascismo porque vuelve a marcar la línea entre los fuertes, poderosos, quienes necesitan cubrir necesidades y las débiles mujeres que están obligadas a satisfacer, pues para eso han nacido.
Termino siendo optimista. Existe antídoto al fascismo: los Derechos Humanos, que se ponen en práctica en los sistemas democráticos. Los Derechos Humanos hablan de identidad humana, de reconocerse mutuamente como miembros de una gran familia en la que el respeto y la solidaridad conforman el sueño fantástico que es tener una vida digna en la que ninguna persona sufra insultos, ni vejaciones físicas, psicológicas o morales; en la que cualquier persona pueda relacionarse con el resto de su amplia familia sin miedo ni vergüenza, tenga asegurada la alimentación y vestimenta básica diaria, pueda cobijarse en una vivienda decente y disfrute de instituciones educativas y jurídicas que las protejan del virus fascista.
La Democracia, por definición, es diversidad ideológica porque de ella se enriquece y esa diversidad viene de lo variopinta que es su ciudadanía. En la democracia los proyectos vitales son libremente elegidos por cada persona, considerada soberana de su destino aunque no olvida la solidaridad del resto de sus semejantes para establecer condiciones favorables y así todo el mundo pueda aspirar a alcanzar sus sueños.
No hagamos como hizo parte de la ciudadanía alemana durante el régimen nazi y miró hacia otro lado. Enfrentémonos al fascismo desde la conciencia que es una ideología mala, dañina e indeseable porque no apuesta por la convivencia y hagámoslo desde el ámbito familiar, educativo, institucional, cultural y desde cualquier otra producción humana.
En este contexto, es importante valorar tendencias como la surgida en Villena en la que, a través de un grupo de WhatsApp, muchas mujeres jóvenes se localizan entre ellas para regresar de madrugada juntas a sus domicilios familiares con toda tranquilidad, manteniendo a raya a potenciales fascistas que, aunque no vistan la vestimenta nazi, sí actúan como si lo fueran cuando se acercan a alguna mujer a modo de “caza y captura”.
Como ya he realizado al comienzo, también aquí me posiciono y, admitiendo que es un sistema que nunca termina de configurarse, elijo democracia.