Desde hace meses, los
independentistas catalanes aluden ‘al derecho a decidir’ como un
recurrente argumento con el que defender y justificar su postura
secesionista materializada por una Cataluña separada del Estado
español. Una amputación territorial que se está comprobando
traumática social y políticamente, como también lo es personal y
familiarmente afrontar un aborto.

Ya sé que a muchos, y
sobre todo a muchas, les resultará llamativa la comparación. Pero
creo que, atendiendo a su naturaleza estrictamente jurídica, puede
servir para explicar la opinión que quiero manifestar en este
artículo. Mi intención sólo es aportar una visión complementaria
a todo lo comentado y analizado hasta ahora por periodistas,
políticos y expertos sobre el denominado “problema o conflicto
catalán”.

El aborto se recoge en
nuestro ordenamiento jurídico como un derecho, nunca como una
obligación, que puede ejercer la mujer que lo considere necesario.
Siempre supone, a pesar de tratarse de una decisión muy difícil y
dolorosa, un acto libre, legal y responsable que permite dar una
solución dentro de unas circunstancias y unos supuestos claramente
delimitados, conforme a unos plazos establecidos.

Este “derecho a
decidir” está respaldado por las normas del Estado, las prácticas
profesionales médicas y un amplio consenso social, con la excepción
de la Iglesia católica que todavía lo reprueba. Más allá de
dogmas de fe religiosos, se inspira en un sistema de garantías de
una sociedad progresista y avanzada al que da cobertura la sanidad
pública, precisamente para evitar que la madre asuma riesgos
innecesarios para su vida. Así pues, la Administración ofrece
respuestas a una realidad ante la que no puede cerrar los ojos,
lavarse las manos o eludir adoptar medidas. Y aunque quizá alguien
pueda tergiversar su sentido, la existencia de una ley del aborto no
debe entenderse como una promoción y una incitación al mismo.

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El “derecho a decidir”
al que se refieren de manera populista y oportunista el PDeCat, ERC y
la CUP, organizadores y promotores del supuesto “referéndum”
ilegal del 1 de octubre, no está reconocido por la Constitución
española, el Estatuto catalán ni las leyes europeas, no cuenta con
un respaldo social mayoritario ni dispone del refrendo de
funcionarios del Parlament catalán, los jueces, los fiscales y los
catedráticos de Derecho universitarios.

Mientras buscan imponer
unilateralmente su ilusorio “dogma de fe” soberanista, que apela
al sentimiento y no a la razón, exhiben un victimismo demagógico
que está generando división social, altercados, amenazas y
coacciones contra los discrepantes, al tiempo que ponen en peligro la
normal convivencia en Cataluña. El temor, la incertidumbre y la
confusión crecientes requieren abrir un nuevo tiempo político de
sosegado diálogo entre todos los partidos para proponer consensos y
cambios constitucionales y estatutarios con el fin de construir, no
de destruir.

Si
Ruiz Gallardón tuvo que dimitir como ministro de Justicia por no
poder llevar a cabo su retrógrada modificación de la actual ley del
aborto, ¿podríamos llegar a pensar que el Partido Popular estaría
dispuesto a replantearse su postura en el asunto de Cataluña? Sin
duda, un actor principal que ostenta el gobierno y la mayoría
parlamentaria, disfrutando asimismo de un considerable apoyo
electoral. De otro modo, la tan deseada por algunos república
catalana no nacerá nunca. Y, lo que es más grave y desolador, la
actual autonomía de Cataluña puede estar ya muerta.

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