Tratemos el asunto de dos maneras posibles: la versión sencilla y la compleja. Comencemos por la primera.

Versión sencilla. “¡Malditos moros! Malditos por su ingratitud, porque los hemos recibido huyendo de sus miserias y así nos lo pagan: no quieren asimilarse a nuestras costumbres y, además, nos matan. ¡A ver si encuentran al que están buscando y lo mandan a su país como a los demás que mataron; en ataúd”.

Con pensamientos de este tipo, cualquier asunto queda solventado de inmediato. Después del estupor y el enfado iniciales y de unos días de total saturación informativa vía televisión o radio, la conciencia individual queda calmada. Mañana será otro día y habrá que levantarse temprano para acudir al trabajo y, por la tarde, ultimar los detalles de las Fiestas que están a punto de llegar.

Versión compleja. Hasta este momento, las pesquisas de las Fuerzas Públicas del Orden hablan de catorce personas muertas y decenas de heridas pertenecientes a más de treinta nacionalidades; varias más muertas en Cambrils y, al menos, una huida. Y parece ser que un imán islámico fue el “cerebro” de la célula yihadista que atentó en Cataluña. Pero creo que hay que pararse en un punto importante: la edad biológica de los presuntos terroristas abatidos. Entre 17 y 25 años.

Eran chavales que vivían en España y fueron educados en el odio. Seguramente no tenían muy claro el por qué pero odiaban y lo exteriorizaron atropellando, sin asegurarse previamente si sus futuras víctimas serían o no musulmanas –al menos, de la tendencia islámica que les hizo cometer estos asesinatos-. Sinceramente, tenían muy poca edad para odiar. Eran muy jóvenes para ello.

En esto, todo el mundo falló. Las Fuerzas Públicas y las redes policiales al no detectar la célula en su momento; los distintos gobiernos por el mismo motivo. Y también falló la sociedad española; toda ella, enterita. Falló porque seguimos sin defender que nuestra postura es éticamente mejor que la de la gente que odia. Nuestra postura es mejor porque se fundamenta en que no nos levantamos día tras día para nuestra rutina laboral, cobrar a final de mes para pagar nuestros gastos, preparar unas buenas vacaciones estivales o ver cómo nuestra descendencia puede tener un buen futuro. Eso, sencillamente, es vegetar; nada fuera de lo común. El sol no nos ilumina diariamente para solamente estas tareas.

Seamos valientes y demos un paso más allá. Tengamos sentido ético y digamos a nuestras hijas e hijos y a la gente que llega a España que éste es un país organizado en torno a una Constitución que deja muy claro en sus primeros cincuenta artículos que tenemos Derechos; que éstos son un logro social inmenso porque garantizan dignidad humana a toda aquella persona que viva aquí temporal o permanentemente.

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Son precisamente estos Derechos los que, entre otros ejemplos, nos permiten convivir día a día; los que, por ejemplo, nos aseguran que nadie entrará en nuestra casa porque le gusta más que la suya; que, ante algún asunto jurídico, tendremos defensa legal garantizada o que nadie será sometido a torturas. Nadie.

Hija mía. Gente inmigrante. Tenéis derechos en España. Conocedlos y valorar quésignifica no tenerlos –la sombra de Franco, anulador de los mismos durante cuarenta años, todavía colea-. Esto es muy importante porque os va en ello vuestra vida futura. Para conocerlos y valorarlos están, por este orden, las familias –primer paso y fundamental-, el sistema educativo y nuestra actitud individual diaria.

Estos chavales muertos en Cambrils odiaban porque aprendieron a odiar estando aquí. No hemos sabido transmitirles nuestros valores éticos por ninguno de los medios mencionados y sí lo ha hecho quien o quienes han aprovechado la vulnerabilidad intelectual y afectiva debilidad mental de esos chicos. Y así nos ha ido. Dolorosamente mal.

No somos una isla en la que vivimos solos o, como mucho, junto a familiares y grupo de amistades cercanas. No. Vivimos en sociedad, esto es, con mucha más gente y tenemos la obligación ética de convivir –y así explicarlo a quienes nos rodean- desde la libertad, la seguridad y el respeto de la vida democrática, tal y como proclama nuestra Constitución.

Retomando el inicio del escrito, ésta es la versión compleja y, por ende, requiere más esfuerzo. Pero, si dejamos de mirarnos el ombligo propio y nos abrimos a los demás –siempre con el referente de la dignidad humana que nos garantizan los Derechos-, evitaremos que haya otra Barcelona. Con una ya ha sido suficiente.

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