Así resumo lo acontecido el 1 de Octubre. Así de contundente, así de corto, así de triste.
Pensaba, ingenuo de mí, que vivíamos en un país donde había tolerancia (no digo que reinara,
pero sí que la hubiera), donde el diálogo era posible, donde los valores democráticos estaban
por encima de radicalismos e interpretaciones de leyes.
Pero no.
El 1 de octubre se constató que no hay nada de eso, o mejor dicho, que las personas que
deben garantizar, promover y en primer término ejercitar dichas actitudes, se han olvidado de
que ese es su cometido.
No quiero decir quién tiene más parte de culpa. Ambas partes han hecho méritos suficientes
para que se les desacredite como representantes públicos (ese es el nivel que tienen nuestros
políticos). Sí, porque, ¿qué debemos pensar de los que mandan a policías a cargar contra gente
corriente que solo intenta ejercer un derecho? ¿Qué debemos pensar de los que sabiendo lo
que iba a ocurrir utilizan a la gente corriente como escudo para su referéndum? ¿Qué
debemos pensar de los que se niegan a dialogar? ¿Qué debemos pensar de los que son
incapaces de aunar fuerzas para conseguir diálogo?
En la vida nos enfrentamos a situaciones que no dependen de nosotros mismos. Sería
estupendo (o no, no lo sé) que todo fuera según nuestros deseos. Pero eso es imposible, no
estamos solos, no podemos pretender que el de al lado haga siempre lo que nosotros
queramos. De la manera en la que somos capaces de resolver las discrepancias depende que
esos problemas no aumenten de nivel. Resulta obvio que las diferencias lejos de resolverse,
han degenerado en un gran conflicto (lo que demuestra la poca capacidad de los dirigentes
encargados de resolverlo –aunque a lo mejor esa no es su prioridad-).
Tan sólo espero que recapaciten, que tengan la lucidez necesaria para reconducir el problema
y si no la tienen, que al menos tengan la suficiente humildad para apartarse y dejar que otros
lo intenten.
Pero visto lo visto, tengo grandes dudas al respecto.